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Médico de cabecera

Médico de cabecera

A veces la profesión da una mano cuando menos te lo imaginás. Y ni hablar si la que te llama desesperada es la hermana de tu esposa, una hembra que siempre estuvo en mis fantasías sexuales porque cuando las conocí eran idénticas. Dos bellísimas mujeres de buen porte, tetas grandes y un culo con prohibido no mirar.

Tuve la desgracia, de embarazar a mi mujer a los pocos meses de haberme casado. Eso contribuyó para que nuestros problemas de convivencia y de pareja, pasaran a un segundo plano. Teníamos que convertirnos en adultos responsables y sólo pensábamos en el “bien de nuestros hijos”. El plural está bien utilizado en este caso, porque tuvimos mellizos. María nunca se recuperó de ese doble parto tempranero, se dejó estar. Al cabo de un año ya estaba muy excedida de peso y asexuada como una hoja de calcar.

Siempre estaba de mal humor, ansiosa, comiendo lo que tuviera a su alcance y le molestaba cualquier sugerencia que yo le hiciera. Como cardiólogo lo primero que le recomendé fue que se hiciera controles, pero siempre lo tomaba como una crítica. Lo concreto es que dejamos de calentarnos y, primero por el tema de la cuarentena, y luego por la atención que requerían nuestros hijos, también dejamos de tener relaciones sexuales.

La probabilidad de que tuviéramos mellizos era alta, porque María era también melliza y puede repetirse. Decían salteaba generaciones, pero mi mujer dio a luz a dos mellizos que hoy tienen 14 años. María y Renata, así se llama su hermana, son prácticamente idénticas. Bueno, eran.

Cuando las conocí en la facultad de medicina eran un calco: dos rubias de rasgos filosos, buena cintura y una reputación envidiable según los testimonios de los estudiantes que aseguraban que juntas eran dinamita. En el bar de la universidad, las habían catalogado como a dos hembras increíblemente sensuales cuando estaban solas y absolutamente infernales cuando estaban juntas. Salimos varias veces y nos pusimos de novios. Como estudiábamos juntos decidimos convivir y así fue que, con toda mi vida por delante, a los 30 años ya estaba casado y con mellizos. Nada de lo que había planificado.

Según la leyenda universitaria, María y Renata engañaban a los chicos con los que salían y los intercambiaban. Y si ambas coincidían en los gustos, no tenían dramas en entregarse juntas. Se decía también que una mamada a dúo de las mellizas, equivalía a un 10 en neuropsiquiatría o que sus escenas lésbicas, podrían provocarles una erección hasta a los finados de la morgue judicial. María siempre me negó todas esas historias. “Se las imaginan ustedes, que son todos unos pajeros”, me contestó una tarde en la que le pregunté si era cierto si ella y Renata habían participado en varias “fiestitas” con futuros egresados.

A pesar de que en un principio, María en la cama parecía afirmar las versiones estudiantiles, el escaso tiempo de convivencia hasta la llegada de los melli y una escasa variedad de recursos a la hora del sexo, me inclinaron a aceptar la versión de mi mujer. De los tres, el único que se recibió de médico fui yo. María dejó los estudios cuando nacieron los mellizos y Renata un año más tarde, cuando se casó con un empresario y se recluyó en el gimnasio y la vida familiar.

A pesar de todo lo que se dice acerca de las mellizas, María y Renata no parecían tener esa necesidad mutua que caracteriza a los que compartieron el vientre. Alcanza con decirles que mis hijos ya tienen 14 años y hasta que cumplieron trece, sólo nos habíamos visto en escasas ocasiones con la hermana de mi mujer. Pero todo cambió imprevistamente el año pasado, gracias a una mano que me dio la medicina.

Debo decir también que de los tres la que mejor se había conservado era Renata. Siempre delgada, elegante, con unas tetas y un culo bien parados que siempre me calentaron desde la época de la facultad. Mantenía todos sus encantos y siempre se la venía jovial y contenta, aunque no mucho con su millonario marido.

Soy médico cirujano y por mis resultados me he convertido casi en una eminencia cuando en lo que refiere a universo cardiovascular. Ese prestigio profesional derivó en un importante crecimiento económico y pude comprarme un departamento cerca del consultorio, para atender mis asuntos particulares. Básicamente, allí llevo mi vida de soltero, me acuesto con ocasionales amantes y disfruto de los beneficios de hacer lo que se me daba la gana sin que nadie me lo recrimine. En una operación sólo se puede saber la hora de inicio, pero nunca la de finalización. En ese contexto y con esa libertad podía moverme por el mundo sin que nadie advirtiera mi doble vida.

El mes pasado recibí una llamada en mi celular. Era Renata que me pedía que fuera urgente para su casa porque su marido podría estar sufriendo un infarto. Le aconsejé que llamara a la prepaga para que enviaran una ambulancia de alta complejidad. “Para evitar cualquier inconveniente”, le dije para tranquilizarla.

Cuando llegué, el cuadro me sorprendió: ella estaba con un conjunto de encaje, medias negras y tacos altos. Tenía puesto un body de tul casi transparente que me permitió apreciar todos sus encantos. Tenía una diminuta tanguita metida entre las nalgas y su cola era redonda y dura, el opuesto cruel de la de María. Mientras me llevaba hasta el dormitorio, pensaba en cómo se había arruinado mi mujer y traté de concentrarme en mi trabajo para no cometer errores. Renata era la imagen de la hembra de la que yo me había enamorado y con la que me había echado los mejores polvos y eso me excitó mucho.

Su marido estaba sentado en la cama, se tapaba sus genitales con una sábana, pero no llevaba nada puesto. Le pregunté los síntomas, le tomé la presión y noté una arritmia que me obligó a ordenarle la internación. Miré a Renata y le dije como para que notara que la había observado.

– “Vestite así nos vamos para la clínica”. Llamé a María y le conté lo que había pasado. Le dije que ni se molestara cuando se ofreció a venir porque lo iba a derivar a una sala de terapia intensiva, donde no estaban permitidas las visitas. Renata estaba muy nerviosa y asustada, pero se calmó cuando le dije que esto era de rutina y que seguramente volvería a su casa luego de dos días de observación. Que en el peor de los casos habría que ponerle un stent, algo muy sencillo para nosotros los cardiocirujanos, pero algo muy terrible a la hora de comunicárselo a los pacientes o familiares.

Después de hacer todos los papeles y permitirle que se despidiera de su marido, le pedí que aguardara en la sala de espera porque debía hacerle algunas preguntas. Por los años de profesión, puedo asegurar que los hospitales sensibilizan a la gente. Renata se presentó en mi consultorio para hablar a corazón abierto.

Le pregunté si su marido había estado nervioso en estos días o si había pasado algo que pudiera haberlo presionado más de la cuenta. “Lo único que puedo decirte es que está tomando Viagra desde hace unos meses. Se la recomendaron en la empresa, algunos compañeros, pero nunca se hizo ver por un médico”, me contó sin tapujos.

La excusa me animó para que hiciera un comentario malicioso, cargado de ironía. “Si fuera que está con María entiendo la del Viagra, pero con vos, que estás como cuando éramos estudiantes. Qué desperdicio, Renata, por favor jaja”. A ella la incomodó un poco, pero en el fondo le gustó. Porque desde allí su actitud cambió.

Le ofrecí un café y le recomendé que se fuera a su casa a descansar, que volviera al otro día durante el horario de visita para que le diera el parte médico. Ella me dijo que prefería quedarse porque se sentía muy sola, que era una suerte tenerme dentro de la familia y que quedaba en deuda conmigo por lo de esa noche.

La charla se prolongó varias horas, empezamos con los clásicos recuerdos de la universidad y fuimos llegando hasta nuestras inquietudes sexuales. Mientras me hablaba noté como sus pezones se habían puesto duros. Me contaba sus intimidades con tono cómplice y varias veces apoyó las manos en mis muslos como gesto de confianza. Tenía unas tetas hermosas. Yo no podía dejar de mirárselas.

Quería cogérmela, pero no sabía cómo. Le comenté que “las mellizas” era el único tema de los estudiantes de medicina y se sonrío. “Lo único que te puedo decir es que alguna vez engañé a un novio de María”. “Una lástima no haber sido yo jaja”, le dije aprovechando que ya no tenía ese miedo espantoso de cuando la vi en body pero estaba mucho más caliente.

Ella me piropeó diciendo que yo me había mantenido muy bien y que siempre había envidiado a María. Me confesó que su marido tenía problemas de erección y que desde hacía varios años su vida sexual era prácticamente nula. Por supuesto que yo le mentí, evité contar mi parte oscura, y le aseguré que no tenía sexo desde que los mellizos habían cumplido cuatro años. “La década perdida, jaja”, y encogí los hombros: “Es lo que hay”.

Cuando me dijo que se iba me dio un fuerte abrazo. Nos quedamos así quietos unos segundos, pude sentir todo el calor de su cuerpo en mi delantal. Tenía las tetas duras, bien paradas y la pija se me puso tiesa. Le dije que para mí había sido una grata sorpresa el reencuentro a pesar de la situación y no dudé en apoyársela un poco para que sintiera que esa gratitud también había sido hormonal. Tenía el nuevo dato de que su marido era impotente lo que suponía que una pija bien parada siempre iba a ser objeto de atención.

Afortunadamente, las anomalías cardíacas del marido de Renata desaparecieron en el mismo momento en el que sucumbieron los efectos del Viagra. Y fue dado de alta luego de la observación de rutina. Le aconsejaron que no tomara nada raro por el momento, hasta que tuvieran los resultados de todos los análisis a los que había sido sometido. Renata me despidió con un beso que rozó mis labios y prometió un llamado para que la familia se reuniera. “Te debo una, bebé”, me chuceó al oído. La pija otra vez se me puso dura, pero por suerte el delantal evitó que nadie se diera cuenta.

Pero lo bueno llegó a la semana siguiente de lo de la internación. Estaba por salir de la clínica cuando recibí una llamada de Renata en mi celular. Pensé que su marido había tenido una recaída, pero la mano venía por otro lado. “Necesito verte. Tengo un dolor en el pecho y me gustaría que me revisaras”. Intentar algo en la clínica, con la melliza de mi hermana era una locura porque obviamente el único retrato que tenía de María era de cuando todavía estaba buena. Así que cité a Renata en mi departamento, donde obviamente tengo montado un consultorio como coartada en caso de inconvenientes con mi esposa.

Renata llegó puntual y me saludo fríamente. Por momentos pensé que era cierto lo del dolor en el pecho y eso me decepcionó. Sin embargo, bastó que dijera sus primeras palabras para entender de qué se trataba el asunto. “No le dije nada a mi marido porque tenía miedo de preocuparlo. Acaba de salir de una, no lo iba a meter en otra”, me comentó mientras colgaba su sobretodo en el perchero.

Estaba con un vestido floreado, ajustado en la zona de sus senos y suelto en la espalda. Atrás sólo se sujetaba con dos cintas de tela, por lo que pude advertir que no llevaba ropa interior. El solero casi le dejaba un culo redondo y durito al aire a pesar de sus años. Tenía unos zapatos altos que la hacían más esbelta y perecía ser mucho más alta de lo que en realidad era. Eso le resaltaba los muslos, bien marcados en unas piernas que de lejos parecían suaves.

Cuando le pedí que se sentara en la camilla, noté que tenía las piernas recién depiladas por la irritación que denunciaban algunos de sus poros.

“¿No me vas a pedir que me desvista?”, me alentó con un tono de golfa que casi que hace mandar al diablo la revisión. Pero el juego me estaba excitando.

“Tranquila, primero quiero escuchar tu corazón”. Y traté de no salir de mi papel de médico. Me daba cierto poder sobre ella aunque yo sabía lo que Renata había venido a buscar a mi consultorio.

Le pedí que inhalara y exhalara el aire y que tratara de prolongar la letra m para que yo pudiera escuchar con el estetoscopio. Cuando le apoyé el instrumento, su piel se erizó y lanzó un leve gemido cuando empezó a pronunciar la letra m. “Mmmmm, que bien se siente”, me apuró. Empecé a jugar con el estetoscopio primero debajo de sus senos, lo fui corriendo por las costillas siempre teniendo la certeza de que se estaba calentando, que lo que había venido a buscar no era esto. Le puse el esteto en uno de sus pezones que se le pusieron duros al instante mientras dejaba escapar algunos gemidos ya con mucha menos vergüenza.

“Sacate el vestido por favor”, le pedí. “Necesito hacer una revisión más a fondo”.

Cuando se lo quitó pude apreciar ese cuerpo hermoso. Tenía el abdomen chato y un pircing en el ombligo. Tenía un tatuaje en el hombro y una cintura que, a diferencia de la de María, se mantenía como cuando compartíamos universidad.

Renata estaba sentada en la camilla con una ropa interior que era prácticamente trasparente y diminuto. Se podía ver cómo tenía hinchados los labios de su vagina y una humedad imposible de disimular. Le advertí que le iba a hacer un tacto en la zona de los pechos, para comprobar que no fuera algún problema mamario lo que le estaba provocando el dolor de pecho.

Le pedí que se acostara y empecé a sobarle las tetas con las manos. Se los apretaba suavemente y recorría con mis dedos cada centímetro de sus hermosos pechos. No se los había operado y no había tenido hijos, así que estaban bamboleantes como hacía 15 años. Renata se retorcía en la camilla. Gemía y con una de sus manos se fue acercando hacia mi pene. Cuando le apretaba las tetas ella abría los brazos sabiendo que ahí estaba mi miembro erecto. No hice nada para que no lo notara. Al contrario. Me acerqué más.

“Tengo algo raro, doctor, también siento un dolor por acá”. Y me agarró la mano para llevarla a la zona de su vientre. Le seguí el juego y cuando me acercó a su vagina estiré uno de mis dedos como para que sintiera el roce. Con la otra mano le sobaba las tetas y ella ya había empezado a acariciar mi pija a través del pantalón. La frotaba y la apretaba con fuerza. Yo seguí jugando con sus pechos. Por un momento tuve la sensación de que me estaba por coger a mi mujer, pero 14 años atrás. Renata sin embargo, era más guarra que María, se ponía más puta cuando con los dedos le rozaba el clítoris y abría las piernas instintivamente.

“Vas a utilizar este instrumento” me dijo mientras se recostaba en la camilla con los senos bamboleantes y con las dos manos trababa de bajar el cierre y sacar mi pene del pantalón que a esa altura salió como un resorte. Estaba erecto a más no poder y se le marcaban todas las venas.

“Es mucho más caliente que el estetoscopio”. Y le dio un besito en la cabeza. “Y mucho más rico, por lo que parece” y se lo metió hasta el fondo de la boca. Gemía como una loca y se retorcía en la camilla porque yo a esa altura ya le había metido más de tres dedos en su conchita depilada. Estaba empapada y se iba calentando más a medida que la chupaba. Era una experta. Otra gran diferencia con su hermana.

“Si al pelotudo de mi marido se le parara así”, me dijo mientras se la volvía a meter hasta la garganta y la escupía para pasarle la lengua suavemente. Tuve que hacer un esfuerzo para no acabar ahí así que traté de ocuparme un poco más de ella.

Me paré en la parte de atrás de la camilla y con las dos manos la agarré de las nalgas para acercarla a mí. Me senté en mi silla y le separé los labios con mis dedos. Empecé a chupársela, a enterrarle la lengua hasta donde pudiera. Con los dedos mantenía su clítoris activo y empecé a sentir como acababa porque su vagina se llenaba de un flujo más tibio y más dulce.

“Tengo algún problema ahí”, me dijo mientras me señalaba el agujerito diminuto del culo. No parecía un orificio con demasiada actividad sexual. Se lo lubriqué bien con mi saliva y apenas le metí un dedo empezó a gemir como una loca.

“Siga por ahí doctor, necesito saber que todo está en orden”, me suplicó con vos de puta y con una de sus manos me empujó la mía para que mi dedo se metiera hasta el fondo. Volvió a acabar como una loca y a mí la pija me iba a explotar en cualquier momento. Me corrí al costado de la camilla y ella se prendió de nuevo. Con mis dedos seguía jugando en sus dos agujeros y Renata seguía acabando y acabando.

“No voy a poder aguantar”, le dije por temor a que no le gustara que le llenara la boca. “Me gusta así, te gustaría que me la trague toda”, me preguntó y no aguanté más. Mi pene explotó cuando se la había metido hasta la garganta. Empecé a tener un orgasmo increíble y ella seguía chupándola como al principio hasta que sintió que se llevaba mi última gota. “Exquisita doctor”.

Renata se incorporó en la camilla y se puso en cuatro. Contrariamente a lo que yo pensaba la pija nunca perdió la erección.

“La quiero toda adentro”, me pidió y me subí a la camilla.

Me puse de rodillas atrás de ella y le separé bien las nalgas. El culo lo tenía mucho más dilatado y su vagina latía y estaba chorreante. Le apoyé la cabeza y con la otra mano acomodé un dedo. Y la penetré con pija y con el dedo a la vez. Empezó a golpearme los mulsos con las nalgas y cada cinco o seis vaivenes se aflojaba y acababa como una perra.

“No la saque doctor, hacía tiempo que no me sentía con tan buena salud”, me dijo cuando empecé a cogérmela con más fuerza. Le apretaba los cachetes y se los abría para que sintiera más mi pene en su cueva caliente. Estaba empapada y caliente. Se parecía mucho a la de las leyendas universitarias. Sentía que podría seguir cogiendo así por horas, me había calentado tanto con mi cuñada que no quería que ese polvo terminara nunca..

“El examen es completo”, me preguntó y apoyó uno de sus cachetes en la camilla. Con las dos manos se empezó a acariciar el culo y mientras iba y venía alguno de sus dedos se metían en el ano. Primero uno, después dos, después dos de cada mano para abrirlo un poco más. Renata estaba caliente y cuando le apoyé la cabeza en el orificio dilatado, dio un empujón hacia atrás para que mi pija se metiera de un solo envión en el culo.

Renata gritaba se apretaba a mí para que mi pija entrara un poco más en cada embestida.

“Cogeme fuerte, por favor, cogeme”, me suplicaba mientras yo la embestía con toda la violencia posible. “Enterrámela hasta los huevos”, me suplicaba mientras mis huevos golpeaban su conchita chorreante. Fueron unos minutos intensos hasta que acabamos los dos juntos. Una corriente eléctrica me recorrió el cuerpo. Una nueva puerta, increíblemente morbosa y excitante se había abierto en mi vida para siempre.

Renata me agradeció y me pidió que le llenara su historia clínica. Me pidió que le diera órdenes para exámenes de sangre y radiografías y algún electro cardiograma. Le dije que no hacía falta, pero me insistió.

“Quiero que seas mi médico de cabecera”.

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