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La película

La película

Capítulo I – Voyeur, exhibicionista

A mí me ha gustado Vicente (el mejor amigo de mi hermano) desde el día en que lo conocí, pero la verdad es que ni él, ni ningún otro chico se habían fijado nunca en mi, quizás porque era excesivamente tímida.

Ellos aún no habían cumplido los 18 (y yo tenía dos menos) e iban a aprovechar que mis padres estarían de viaje todo el fin de semana para que Vicente se trajera una película “fuerte” y, con la excusa de quedarse a dormir, la pudieran ver sin contratiempos.

Yo les había oído planear todo esto una semana antes, mientras les espiaba a hurtadillas, así que trate por todos los medios de convencer a mi hermano Luis para que me dejase estar con ellos; pero este, pese a saber lo mucho que me gustaba Vicente, se negó en redondo, alegando que era un asunto solo para mayores.

Aun asi intente todo tipo de trucos y chantajes, pero él no cedía ni lo más mínimo.

Ya empezaba a creer que no conseguiría convencerle cuando una mañana mi madre me obligó a probarme toda la ropa de verano del año anterior.

Ella temía, y con razón, que los viejos vestidos me estuvieran demasiado pequeños.

Yo llevaba todo el año intentando disimular lo mucho que me habían crecido las tetas, porque mis amigas me decían que tanto pecho no quedaba bien en una chica tan joven; y, salvo por mi madre, parecía que lo había conseguido.

Como vi que mi hermano prestaba bastante atención a todo lo que decíamos y hacíamos deje, como por descuido, la puerta entreabierta; y, por el rabillo del ojo vi cómo se fijaba en mi cuerpo, claramente reflejado en el enorme espejo del armario.

El caso es que, como ya sospechaba, solo me servían una o dos prendas de todas las que guardaba en el armario.

Pero, eso sí, cada vez que me probaba una prenda nueva observaba como mi hermano, oculto desde su habitación, no me quitaba la vista de encima.

Dado el inusitado interés que demostraba, me quite los vestidos varias veces; luciendo, de paso, mi mejor ropa interior, para que el satisfecho mirón no se perdiera ni él más mínimo detalle.

Supongo que ese día mi hermano tenía la suerte de cara, pues mientras me probaba uno de los viejos bikinis se me rompió el cierre y, sin proponérmelo, me quedé de pronto con las tetas totalmente al aire.

Creí que se le iban a salir los ojos de las órbitas a Luis de tan fijo como me miraba los senos.

Me hizo tanta gracia la cara de bobalicón que se le quedó que decidí seguir con los pechos desnudos un ratito mas para ver como reaccionaba.

Creo que me pase de la raya, pues al poco rato me enfrasque en una pequeña discusión con mi madre, que se quería deshacer de una vez por todas de todos los viejos bañadores y bikinis que me quedaban pequeños, incluidos algunos que me gustaban muchísimo, y llegué a olvidarme de que el mirón de mi hermano seguía pendiente de mi desnudez.

Digo esto porque en mitad de la rabieta que cogí me despoje de las braguitas para que mi madre se convenciera de que uno de mis bañadores preferidos me seguía quedando bien.

Apenas me las quite me acordé de mi afortunado hermano, y decidí darle la espalda, pues pensaba que ya le había enseñado bastante más de lo que me parecía correcto.

Esa tarde me deshice en mimos y atenciones con Luis para ver si, por fin, conseguía convencerle; y al final me dijo que me dejaría estar con ellos, solo si me portaba muy bien, y juraba solemnemente no contarles nada de cuanto pasara a nuestros padres.

Estaba tan contenta con la buena noticia que le di un montón de pequeños besos por toda la cara, como muestra de mi agradecimiento, sentándome en su regazo y abrazándome cariñosa a su cuello mientras lo hacía, como tantas otras veces había hecho.

Así que me sorprendí bastante cuando mi hermano apoyo audazmente sus manos en mis dos pechos, apretándolos suavemente, solo por unos instantes, para separarme de él y levantarse.

No supe reaccionar; pues, aunque supuse que debía reñirle por su osadía, lo cierto es que su rápida y turbadora caricia me había gustado lo suficiente como para perdonársela.

Capítulo II – Exhibicionista

Cuando llegó el día señalado y mis padres por fin se marcharon yo me ofrecí voluntaria a hacer de camarera, y preparar unos refrescos y unas palomitas, para la película.

Luis se mostró conforme con mi capricho, pero me dijo que mi uniforme lo escogería él personalmente.

Después de trastear por mi habitación me dejo sobre la cama un vestido minifalda, que ya debía saber que no me estaría bien, puesto que me lo había probado aquel famoso día.

Así era, pues el borde de la minifalda me quedaba a escasos centímetros del final del muslo, y los últimos botones de la ajustada parte superior no me los podía ni abrochar.

Ataviada de esa guisa me presente ante Luis y le dije que se me verían las bragas a poco que me agachaba.

Por toda respuesta mi hermano me levanto la minifalda y miro, con todo descaro, las que llevaba puestas; después entro en el dormitorio de mis padres y, tras rebuscar rápidamente en los cajones de la cómoda, saco unas picaras braguitas de fantasía de mi madre.

Me contestó, que de verse, que se viera algo bonito.

Y vaya si se veía, por detrás el estrecho tanga me dejaba con todo el trasero al aire, y por delante su fina tela calada me transparentaba el oscuro conejito.

Para colmo me dijo que me quitara el sujetador, que se marcaba demasiado y no quedaba bien con el conjunto.

Como estaba a punto de llegar Vicente, cedí a todas sus extravagantes exigencias.

Lo cierto es que cuando me quite el sujetador de niña y me puse aquellas braguitas tan sexis me sentí mas mujer, y más atractiva, que nunca; así que me esmere en el acicalado y el maquillaje con la esperanza de que Vicente se fijara mas en mi que de costumbre.

Y vaya si lo logre. Desde que mi ídolo entró por la puerta no me quito los ojos de encima ni un momento.

Yo, como ya supondrán, no dejaba de agacharme con cualquier excusa, para que él se fijara, más aún, en las frívolas braguitas que lucia en su honor.

Hasta mi hermano mayor, que suele ser muy serio, bromeó con su amigo a costa de mi exuberante cuerpo y mi llamativa ropa. Incluso llegó a apretarme uno de mis puntiagudos pezones a través del vestido mientras imitaba el sonido de un timbre y me decía que de ahora en adelante los usaría cuando tuviera que llamarme.

Pues lo cierto es que, debido a la excitación que tenia, estos se marcaban con toda nitidez en el fino y ajustado tejido.

Al final ellos dos se pusieron los pijamas “para estar más cómodos”, aunque a mi no me dejaron cambiarme de ropa, y nos sentamos los tres, en el sofá, para ver la película.

Yo me puse justo en el medio, como me indicaron, con un gran cuenco de palomitas sobre mis rodillas, para que comiéramos todos de el, mientras mi hermano rociaba, muy generosamente, los refrescos con ginebra, “para dar mejor sabor a la bebida”.

La película era más que “fuerte”, era casi pornográfica, y enseguida pude ver como se les formaban unos enormes bultos en los pantalones. Como esto era una novedad para mi no dejaba de mirarlos de soslayo. Debido a la sal de las palomitas acabamos nuestros “refrescos” casi en seguida y mi hermano preparó otros, añadiendoles aún más alcohol.

A esas alturas yo estaba ya un poco mareada, así que no me importó lo más mínimo que Vicente pasara un brazo por encima de mi hombro, con toda la confianza del mundo, ni que empezara a juguetear con los escasos botones que aún quedaban abrochados en mi ajustado vestido, dejando a la vista casi todo mi pecho, con el rosado pezón incluido.

Trate de encogerme algo más en el sofá para intentar escabullirme un poco de la osada mano, pero fue entonces cuando me di cuenta de que ellos, con la excusa de recoger las palomitas que me iban cayendo en el regazo, me habían estado subiendo la minifalda; hasta tan arriba la habían subido que se me veían las picaras braguitas por completo, con mi espeso bosquecillo oscuro bien a la vista por culpa del calado tejido transparente.

Antes de que acertara a reaccionar Vicente se inclinó sobre mí y me dio un apasionado beso en la boca (el primero que me daba un chico), y ya todo me dio igual, porque estaba en el séptimo cielo, y por nada del mundo me quería bajar de él.

Capítulo III – Incesto

Aún no había empezado a controlar los curiosos juegos que realizaba su dulce lengua con la mía cuando me di cuenta de que su habilidosa mano estaba debajo de mi vestido, adueñándose de mis candorosos pechos con total confianza.

Pero no me importó lo más mínimo, pues me hacía sentir espasmos de placer al acariciar mis sensibles tetas, mientras jugaba sabiamente con mi puntiagudo pezón rosado; retorciéndolo y apretándolo, muy suavemente, hasta endurecerlo del todo.

No sé si esta deliciosa caricia duró un minuto, o un siglo, pero sí sé que en el momento en que dejó de acariciarme lo eche de menos.

En cuanto soltó mi ardiente seno quito el cuenco de palomitas de mis rodillas y, sin dejar de besarme en ningún momento, empezó a acariciarme los muslos, separándome de paso las piernas para alcanzar con toda comodidad mi rincón mas intimo.

En ese momento fue cuando sentí que otras ansiosas manos soltaban los pocos botones que le quedaban al vestido para dejar mis pujantes senos en completa libertad.

Cuando sentí que unos ávidos labios me chupaban golosamente los sensibles pezones, no me cupo ninguna duda de que mi vicioso hermanito no se quería quedar sin su parte.

Aunque sabía que no estaba bien lo que hacíamos Luis acariciaba, chupaba, lamía y mordía tan bien mis agradecidas tetas que preferí no pensar en nada más, y dejar que me siguieran dando placer entre los dos.

Vicente, sin dejar de succionar mis jugosos labios, ya había conseguido meter su mano dentro mis frívolas braguitas, aprovechando uno de sus holgados laterales.

En cuanto sus largos y hábiles dedos empezaron a hurgar en mi húmeda rajita, explorando suavemente todo el esponjoso interior, sentí un orgasmo terrible, como nunca antes había tenido.

Mi amante, satisfecho, dejó entonces de besarme para quitarme las braguitas, así que mi hermano aprovecho para ocupar su lugar.

Empezó a morder, y chupar, mis labios, y mi lengua, con una avidez que me hizo sentir vértigo.

A partir de ese momento ya no estuve segura nunca mas de quien era el dueño de la ávida boca que tenía sobre la mía, ni a quien pertenecían las manos que no dejaban ningún rincón de mi cuerpo por explorar.

No solo me desnudaron completamente entre los dos mientras seguían disfrutando de mi cuerpo sin descanso, sino que también tuvieron que desnudarse ellos en algún momento en que no me di cuenta.

Digo esto porque pronto note como me hacían coger un rígido y cálido miembro con cada mano.

Así tuve la ocasión de compararlos, y me di cuenta de que sí bien el de Luis era bastante más largo y fino, el de Vicente era mucho más ancho.

Me enseñaron en un instante como debía moverlos arriba y abajo constantemente, con una cierta cadencia, y luego me abrieron totalmente de piernas, para poder acariciar mi intimidad a fondo y con mucha más comodidad.

Yo procuraba no perder el ritmo aunque ellos, con sus hábiles lenguas y dedos me hiciera estremecer de placer.

Perdí la cuenta de los orgasmos que sentí de esta forma, antes de que notara como el grueso miembro de Vicente se hinchaba y me llenaba la mano de una sustancia espesa y caliente.

Momentos después fue mi hermano el que derramó su néctar de igual modo sobre mí otra mano.

Sin saber muy bien lo que hacía me lleve ambas manos a la boca y probé un poco de aquel líquido salado y de fuerte olor; he de reconocer que me gusto su rarisimo sabor.

En cuanto hube limpiado golosamente con la lengua mis manos de sus fluidos, Vicente hizo que agachara mi cabeza y le limpiara su aparato también; lamí y chupe con tantas ganas que enseguida note como se volvía a poner grande y duro dentro de mi boca.

Pero Luis no estaba dispuesto a que lo dejara de lado y, al ver que yo ya no lo acariciaba mas, me tumbo boca arriba en la alfombra del comedor, e introdujo su largo miembro entre mis mullidos pechos.

Me enseñó como tenía que apretarlos con mis manos, para que su largo aparato se deslizara con suavidad por la cavidad que formaban; y después, colocando un cojín bajo mi cabeza, me obligó a chupar el extremo que sobresalía de mis senos.

Como era tan larga, a veces tenia que echarme a un lado, para no asfixiarme.

A todo esto Vicente se había colocado cómodamente entre mis piernas abiertas, y me introducía uno, y a veces hasta dos dedos en mi virginal intimidad; esto hizo que volviera a derretirme en otra interminable serie de orgasmos, de esos que me mataban de gusto.

Estaba a punto de correrme por enésima vez cuando noté que intentaba introducir algo demasiado grueso para ser un dedo.

Intenté avisarle de que me estaba haciendo algo de daño, pero en ese momento mi fogoso hermano empezó a eyacular, soltando tal cantidad de leche blanca que llegue a pensar que me ahogaría antes de conseguir tragármela toda.

Aún no había terminado de degustar todo el semen que me quedaba todavía en la boca cuando sentí que algo se rompía dentro de mi intimidad; y, a partir de ese momento, el dolor que sentía se transformó en un placer divino que iba aumentando cada vez más.

Al oír mis suaves gemidos, mientras terminaba de limpiarle a duras penas el sabroso miembro con mi lengua, mi hermano se giró, y por fin se dio cuenta de lo que pasaba.

Al principio le grito mucho a Vicente, le dijo que estaba loco y cosas así; pero después, cuando vio que la cosa ya no tenía ningún remedio, y que mis gritos de placer seguían en aumento, le pidió que eyaculara fuera de mí y se apartó de encima mio, para que la cosa fuera mejor.

Después mi hermano se tumbó a mi lado y me acaricio suavemente los pechos y la cara, besándome los labios, con mucho cariño, al tiempo que procuraba darme todo el placer posible con sus dulces manos, hasta que todo termino.

Vicente, precavido, cuando vio que iba a eyacular, salió rápidamente de mi interior, y se corrió abundantemente sobre mi barriga desnuda; yo me sentí vacía, cansada, y feliz, como nunca antes lo había estado.

En cuanto me recupere un poco me llevaron al cuarto de baño y, entre los dos, me lavaron como si fuera un bebe.

Ellos se turnaron para lavarse conmigo y, nada mas terminar de secarnos, nos fuimos todos al dormitorio de mis padres, para continuar allí. Mi hermano se trajo de su dormitorio un paquete de preservativos “para no correr mas riesgos” la próxima vez, y pronto estuvimos acariciándonos de nuevo los tres.

Esta vez me enseñaron a hacer un 69 con Vicente; y, mientras yo me dedicaba de lleno a poner de nuevo su grueso aparato en forma, él me hacia estremecer con unas lamidas que me llegaban al fondo del alma.

Mi hermano se había puesto detrás de mí y no paraba de untar el agujerito de mi ano con una crema suavizante.

Lo cierto es que a mi no me gustaba que metiera el dedo cada vez mas adentro, y ya estaba pensando en decirle algo cuando, de un solo golpe, me metió mas de la mitad de su largo aparato en mi interior.

Intente apartarme para que saliera, pero solo conseguí que se metiera más a fondo; y la verdad es que cada vez me agradaba mas aquello, así que le deje hacer.

Me sorprendió mucho el hecho de que me estuviera gustando tanto una cosa tan sucia, pero no paré de moverme hasta que conseguí correrme otro par de veces, mientras devoraba, ansiosa, la rígida barra de mi amor.

Mi último orgasmo coincidió con una espectacular eyaculación de Vicente, por lo que casi no me la pude tragar. Luis llegó poco después, lanzando unos cálidos chorros dentro de mi estrecho túnel; y así, abrazados, nos quedamos dormidos.

A la mañana siguiente, en cuanto los chicos se despertaron, volvieron a empezar con sus maniobras, sobándome a conciencia hasta conseguir despertarme también a mi.

Aún no había terminado de espabilarme cuando ya se habían echado las dos fieras encima mía, dispuestos a continuar con la divertida orgía.

Aunque, esta vez con los preservativos puestos, intentando cada uno hacerme disfrutar más que el otro.

Y por separado, o a la vez, me enseñaron casi todas las posiciones eróticas que conocían, e incluso algunas que desconocían y que aprendimos sobre la marcha, matándome de placer.

Y así seguimos hasta hoy, en nuestra casa, o en la nuestra la de Vicente, disfrutando del sexo como buenos amigos, amantes, y hermanos; sin querer pensar demasiado en lo correcto, o incorrecto, de nuestro libidinoso proceder.

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