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Cuando se conocieron no tardaron en congeniar, todo era perfecto, tenían una relación magnífica hasta que un día algo en ella le hizo sospechar

– ¡Así! ¡Sigue!. ¡Ah!. ¡¡Me corro!! ¡Ah, ah, ah, ahhhhhhhhhhhhh!

Celia se relajó completamente sobre mí, después de su segundo orgasmo.

Yo continué con mis embestidas.

Había estado conteniéndome hasta que la chica acabara, pero ahora dejé fluir mi semen dentro de ella, mientras intensas contracciones de placer irradiaban desde mi pene por todo el vientre.

Ella me besó dulcemente:

– Me encanta estar contigo. Eres tierno y considerado, y sabes cómo hacer gozar a una chica.

– Tú eres lo más bonito que me ha pasado en mucho tiempo. No me canso de admirar tu precioso cuerpo -le dije.

Empecé a acariciar con la yema de un dedo el lunar que tenía en el nacimiento de su pecho izquierdo.

No sabía por qué, aquel lunar me resultaba de lo más atrayente. Lo lamí.

Ella tuvo un estremecimiento.

– Me haces cosquillas con la lengua. Y me estás calentando otra vez, pero tengo que marcharme.

Se incorporó, y jugueteó un momento con mi pene fláccido.

– Además -continuó- esta “cosita” no está para muchos trotes.

Se levantó, y se fue al cuarto de baño. Sentí correr el agua de la ducha, mientras me estiraba, satisfecho.

Había conocido a Celia durante un viaje en avión. Los dos regresábamos de Nueva York, donde yo había ido por motivos de trabajo.

Ella tenía una tía allí, y había pasado una semana en su casa -lo supe después-.

Me atrajo inmediatamente.

Cuando, después de comprobar el número de asiento, estiró los brazos para colocar su pequeña bolsa en el portaequipajes, sus pechos ya de por sí altos y firmes, se elevaron aún más con la postura.

Tenía el pelo intensamente negro, como sus grandes ojos, una cara de las de anuncio de cosmético, ya me entienden, y un cuerpo precioso.

Cuando se sentó a mi lado, después de dirigirme una sonrisa que me derritió, su falda recogida dejó ver casi la mitad de unos hermosísimos muslos.

Como medio de entablar conversación, le ofrecí mi asiento, junto a la ventanilla.

– Te lo agradezco -respondió- pero estoy más cómoda en la butaca del pasillo.

Las horas que median entre el despegue y el momento en que se apagan las luces para dormir, pueden dar mucho de sí.

Ella estuvo muy tensa hasta que el avión ganó altura -he visto que esto les sucede a muchas personas-.

Cuando se apagó la luz de “abróchense los cinturones”, suspiró y se relajó.

– ¿Es tu primer viaje a Nueva York? -pregunté-.

– Sí.

Se volvió ligeramente hacia mí. Decididamente, el viaje iba a resultar más ameno de lo que esperaba.

– Yo ya había estado otras veces, por razones de trabajo. ¿Qué te ha parecido?

– Es espectacular. Aparte de la altura de los edificios de Manhattan, de los que ya había visto muchas fotos, me ha sorprendido sobre todo la cantidad de gente por todas partes, y la variedad de razas, culturas, idiomas…

Todo es enorme, desmesurado, muy distinto que en Europa.

– No me he presentado -la interrumpí-. Me llamo Jordi.

Y le tendí mi mano.

– Yo soy Celia. Encantada de conocerte, Jordi -me dijo, poniendo su pequeña mano en la mía-.

A partir de ese momento, estuvimos charlando acerca de nuestras respectivas experiencias en Nueva York. Cuando nos sirvieron la cena, la conversación se refería ya a nuestra vida en Barcelona.

Ella vivía con sus padres y dos hermanos, chico y chica. Tenía 26 años, la carrera de Derecho terminada, y trabajaba en una multinacional española.

Cuando apagaron las luces, ella reclinó el asiento, extendió sobre sus piernas la fina manta que nos había proporcionado la azafata, y cerró los ojos.

Yo tampoco tengo ningún problema para dormir en el avión. La imité, y no tardé mucho en conciliar el sueño.

Me despertó la claridad que entraba por la ventanilla, cuya cortinilla había olvidado bajar. Y otra cosa, probablemente.

La cabeza de Celia, aun profundamente dormida, estaba reclinada en mi hombro.

Su pelo, muy cerca de mi cara olía lejanamente al perfume de un champú, pero también a su propio aroma de mujer. Me encantaba sentirla así.

Se despertó cuando la azafata se inclinó sobre mí, preguntándome si deseaba desayunar. Tardó unos segundos en tomar conciencia del sitio y de la postura, y entonces se levantó confundida.

– Perdona, no lo he hecho conscientemente. Seguramente estarás envarado por la posición…

Pero era ella la que se frotaba las cervicales.

– No te preocupes. Me ha encantado servirte de almohada. “¡Maldita sea -pensé-. Me he perdido la mayor parte, por dormir como un cesto”.

Luego, como ella seguía rotando la cabeza, y frotándose el cuello, le ofrecí:

– ¿Quieres que te dé un masaje? Dicen que tengo buenas manos para ello…

Se ruborizó, pero bajó la parte trasera del escote de su camisa de seda, para dejar espacio a mis manos.

Estuve durante unos minutos trabajando sus músculos envarados. Finalmente, la llegada de los desayunos me impidió continuar, lo que hubiera hecho con gusto, aunque ya no era necesario.

Ella suspiró con alivio, y se arregló la ropa.

Después de aquello, me dio su número de teléfono sin problemas. Aceptó cuando le propuse salir conmigo ése viernes.

Y nos vimos durante las siguientes semanas, cada vez con más frecuencia. Unos días más tarde, ya nos besábamos, primero al despedirnos, luego sin ninguna excusa, por el simple placer de hacerlo.

Tres semanas después, tras llevarla a cenar en la terraza de un restaurante en el campo, accedió a tomar una copa en mi casa.

Finalmente, después de acariciarnos mutuamente durante un rato, hicimos el amor por primera vez en mi amplia cama. Y habíamos repetido varios días más desde entonces.

Volvió a entrar en el dormitorio, ya completamente vestida.

Se inclinó hacia mí, tomó mi cara entre sus manos, y me besó dulcemente, marchándose a continuación.

No volvería a verla en varios días; su empresa la había enviado a realizar un curso en la sede central, y se me iba a hacer muy largo el tiempo sin ella.

Me llamó por teléfono el miércoles.

Noté su voz un poco ronca, y se lo dije.

Ella lo atribuyó a un pequeño resfriado.

Me dijo que habían suspendido el curso, que había vuelto a Barcelona, y quería salir conmigo ésa noche.

Le ofrecí cenar en mi casa, y ella aceptó.

– ¿A qué hora te voy a buscar? -pregunté-.

– No es necesario. Iré en mi coche, para evitarte el viaje. Sólo que… -vaciló visiblemente- dame tu dirección.

– Pero, ¡si ya has estado en mi casa muchas veces! -exclamé sorprendido-.

– Sí -respondió ella titubeante-.

Pero siempre me has llevado tú, además de noche, y no me he fijado mucho en el trayecto.

Además, nunca me has dicho el nombre de la calle donde vives, y si me pierdo, y tengo que preguntar…

“Eso es cierto -pensé-“. Le di mi dirección.

– Si te cuesta trabajo encontrarla, llámame con tu móvil, y yo iré a buscarte. Pero, ¿por qué no quieres que pase a recogerte donde siempre? -ofrecí otra vez-.

– Es que hoy tengo que hacer varias visitas, y no sé exactamente dónde ni a qué hora terminaré. Bueno, hasta luego -se despidió-.

– Un beso -dije yo-.

Me quedé pensativo.

No se había despedido chasqueando los labios ante el teléfono, en un beso a distancia, como solía hacer. Y el tono de su voz…

Me temí que ella se estuviera enfriando, y terminara por dar por concluida nuestra relación. Y yo no quería perderla…

Preparé una merluza rellena de gambas, con una salsa de erizos de mar -a ella le gustaba más el pescado que la carne- algunos canapés variados como entrante, y una ensalada.

Preparé la mesa, añadiendo un jarrón con flores y dos velas, y puse a enfriar una botella del mejor blanco de mi bodega.

Como a las nueve, sonó el avisador del videoportero.

En la pantalla, pude ver su precioso rostro, algo distorsionado por el objetivo de la pequeña cámara.

Pulsé el mando que abría la verja exterior, para que pudiera entrar con su coche, y abrí la puerta para recibirla.

Ella salió del automóvil muy despacio, y se acercó a mí.

No se lanzó a mi cuello, como solía.

Estaba ruborizada, y como envarada.

Pero respondió a mi beso, y me abrazó después. Decididamente, algo andaba mal…

Hizo honor a los entrantes, pero apenas picoteó el pescado. A mí me parecía sabroso, pero le pregunté:

– ¿No te ha gustado? La próxima vez, buscaré alguna otra receta. Esta me la enseño mi madre…

– No es eso -respondió ella rápida-. Es que no tengo apetito…

Apenas había tocado el vino. Pero había casi vaciado la jarra de agua.

Terminada la cena, nos sentamos en uno de los sofás del salón.

Yo había disminuido la intensidad de la luz, y en el estéreo sonaba música de Mahler, que nos gustaba mucho a los dos.

Comencé a acariciar sus pechos por encima del vestido, mientras la besaba apasionadamente.

La notaba rígida, y seguía extrañamente ruborizada.

Me acordé de nuestro encuentro:

– ¿Te apetece un masaje, como en nuestro viaje desde Nueva York? Te veo muy tensa. ¿Es que has tenido un mal día en el trabajo?

Sin esperar su respuesta, empecé a desabrochar su vestido, abotonado por delante en toda su longitud.

Me pareció que hacía un intento de impedírmelo, que hizo que volviera a pensar en los malos presagios de la mañana.

Pero, finalmente, permitió que le bajara la parte superior.

Liberé los corchetes de su sujetador y, se lo quité, dejándola desnuda hasta la cintura.

Luego, la hice extender las piernas en el sofá, dándome la espalda, sentándome tras ella con las piernas cruzadas.

Empecé a masajear su cuello y sus hombros.

Sus músculos estaban muy duros, y me costó un buen rato que se relajaran.

La visión de sus hermosos senos, y la sensación de su piel en las yemas de mis dedos, me habían producido una erección.

Bajé mis manos, introduciéndolas por debajo de sus axilas, y acaricié sus pechos.

Sus pezones se endurecieron con el roce, pero ella no reaccionaba. Seguía de espaldas a mí, muy quieta.

Me levanté, y seguí desabrochando su vestido.

Terminé de liberar el último botón, admirando sus preciosos muslos. Llevaba una pequeña braguita negra de encaje.

Me levanté, y me desnudé completamente ante ella. Eso le encantaba. Normalmente, esperaba a que me hubiera quitado las prendas exteriores.

Luego, ella metía la mano bajo mi “slip”, acariciando mi pene unos instantes. Finalmente, solía bajármelo hasta los tobillos y, las más de las veces, introducía mi verga en su boca, lamiéndola golosamente. Pero en esta ocasión, continuó en la misma postura.

Me incliné sobre ella, y volví a besarla. Tenía los labios apretados, pero finalmente, abrió su boca jugosa, permitiendo que mi lengua explorara su interior. Sólo entonces se abrazó a mí, obligándome a que me tendiera sobre su cuerpo.

Estuvimos besándonos largo rato.

Mis manos jugueteaban con sus pezones endurecidos, y con un dedo acariciaba su lunar, que no podía ver en ésa postura.

Luego, deshaciendo el abrazo, le quité las braguitas, y admiré su pubis depilado desde el inicio de su hendidura. Tomándola de las manos, la conduje a mi dormitorio, después de deslizar el vestido por sus brazos, dejándola completamente desnuda. Me encantaba mirar su cuerpo. Y a ella le gustaba exhibirlo ante mí… Salvo hoy.

La tendí en la cama. Ella seguía con las piernas juntas, hurtándome la visión de su coñito, que estaba loco por volver a contemplar. Intenté separárselas, pero no me lo permitió. Me obligó de nuevo a tenderme sobre ella y, en voz muy baja, me dijo:

– Por favor, házmelo ahora.

Y sentí que separaba sus muslos para facilitar mi penetración. A mí me hubiera gustado, como siempre había hecho con ella, acariciarla durante largo rato, y lamer el interior de su vulva.

Yo sabía que gozaba intensamente al sentir mi lengua en torno a su clítoris inflamado, lo que siempre le producía intensos orgasmos. Pero la resistencia que había mostrado en todo momento, curiosamente, había conseguido exacerbar aún más mi deseo de ella, por lo que, prescindiendo de todos los preliminares, introduje profundamente mi pene endurecido al máximo dentro de su vagina lubricada.

La embestí fuertemente, en el colmo de mi excitación, para después extraerlo casi totalmente, y volver a empujarlo hasta el fondo, y así muchas veces.

Sentí que iba a eyacular rápidamente, por lo que intenté retirarme. Ella, abrazándome estrechamente, me lo impidió:

– ¡Por favor, sigue! ¡No lo dejes ahora! ¡¡Me estoy corriendo!!…

Jadeaba sonoramente debajo de mí, sofocada por mi boca, que mordía suavemente sus labios. Inmediatamente, sus caderas se contrajeron en espasmos de placer, y chilló convulsivamente, mientras yo, perdido absolutamente el control, me derramaba interminablemente en su interior.

Me tumbé a su costado, liberándola de mi peso. Y la besé amorosamente, mientras acariciaba sus henchidos pechos y su vientre perfecto, haciendo círculos con un dedo alrededor de su ombligo. Mi mirada y mi mano fueron al lunar que me volvía loco… para encontrar apenas una desvaída mancha de color sepia claro, muy distinta del intenso marrón que recordaba.

¡Era pintado! No me lo podía creer. De cualquier forma, me encantó la coquetería de que se dibujara un lunar inexistente. Así es que lo besé, como hacía otras veces.

Tras unos momentos, ella me apartó, y se puso en pie:

– Tengo que dejarte. Mañana tengo una reunión muy temprano, y necesito dormir.

Su rubor y su rigidez habían desaparecido. Tenía los ojos muy brillantes, y una maravillosa sonrisa. Aliviado, pensé que todos mis recelos eran infundados. Simplemente, debía haber tenido un mal día.

La vi salir de la habitación.

Ella solía utilizar el gran cuarto de baño privado de mi dormitorio pero, por alguna razón, se dirigió al del pasillo, lo que me extrañó, pero no le di demasiada importancia.

A ella no le agradaba que la contemplara mientras se aseaba, por lo que renuncié a seguirla.

Unos minutos después entró de nuevo, y se vistió rápidamente. Luego, se inclinó a besarme, sujetando inconsecuentemente el escote de su vestido para que no se vieran sus pechos, y se marchó.

La llamé varias veces a su casa al día siguiente por la noche, pero el teléfono sonó interminablemente, sin que nadie levantara el auricular.

No le agradaba que la llamara al trabajo, así es que me abstuve de hacerlo, aunque estaba deseando comprobar si mis dudas tenían algún fundamento.

Por fin, el viernes a media tarde, sonó mi teléfono. Era ella. Su voz sonaba tan risueña como siempre, y había perdido la afonía. Quedamos en ir a cenar, y luego venir a mi casa:

– Tengo hambre atrasada de ti después de estos días sin vernos -me dijo insinuante-.

Llegamos a mi casa como a las doce. Ella se había comportado como siempre.

No, no es del todo cierto. Estuvo más atrevida que nunca, llegando en un momento determinado a acariciar mi entrepierna por debajo del mantel. Yo había estado todo el rato excitado, deseando encontrarme a solas con ella, para desnudarla muy lentamente, y hacerle el amor.

Pero no tuve ocasión de despojarla de su ropa.

Nada más cerrar la puerta, ella me abrazó apasionadamente, y puso sus manos sobre el bulto de mi pene excitado, mientras me besaba hambrienta. Cuando yo intenté descorrer la cremallera a su espalda, se desasió de mí, y corrió hasta el salón.

La seguí. Estaba parada ante uno de los sofás, con una pícara sonrisa en sus labios.

Intenté abrazarla de nuevo, pero ella me lo impidió, empujándome hasta dejarme sentado. Luego, empezó a desvestirse muy despacio.

Todos mis intentos de tocarla fueron frustrados por ella, que cada vez retiraba mis manos, y volvía a forzarme a permanecer sentado.

Me estaba enloqueciendo. Movía voluptuosamente las caderas, mientras su vestido se iba deslizando poco a poco hacia abajo, según sus manos lo dejaban resbalar muy lentamente. Sus pechos aparecieron, gloriosamente erguidos sin necesidad de sostén. Estuvo acariciándose largo rato la vulva por encima de la tela, mientras suspiraba con los ojos cerrados. Y luego, cuando la prenda quedó arrugada en torno a sus tobillos, pude ver que tampoco llevaba braguitas.

Tomándome de la corbata, me obligó a levantarme, y comenzó a desnudarme pausadamente. Y mis manos acariciaron sus pechos plenos, su culito de seda, su vientre y, finalmente, se posaron en su entrepierna, muy húmeda.

Cuando, como otras veces, me despojó de mi última prenda, esperé expectante a que se introdujera mi pene en la boca. Pero no lo hizo. Temblando inconteniblemente de deseo, se abrazó a mí, susurrándome al oído:

– Tómame aquí mismo. No puedo esperar ni un momento más.

Se tendió sobre el sofá, alzando las piernas separadas, mostrándome su precioso coñito. Y ella misma se insertó mi pene, hinchado al máximo. Y comenzó a moverse espasmódicamente debajo de mí, aumentando al máximo mi excitación. Y acabamos los dos al unísono, estrechamente abrazados, y estremeciéndonos de placer.

Cuando se calmaron nuestras respiraciones agitadas, nos miramos intensamente. Yo cubrí su hermoso rostro de pequeños besos, atrapando la comisura de su boca entre mis labios, en una caricia que sabía que la excitaba enormemente. En un momento determinado, ella susurró en mi oído:

– Tengo un regalo para ti.

Y, ante mi mirada expectante continuó:

– Voy a quedarme a dormir contigo. Mi familia se ha ido fuera a pasar el fin de semana a la casa de la costa. Yo me he excusado, diciendo que tenía que trabajar. Así es que tenemos dos noches para nosotros solos.

Su mano masajeó mi pene, que se endureció entre sus dedos. Yo me puse de rodillas entre sus piernas, y lamí largamente su sexo, dedicando mi lengua después por entero a su clítoris, hasta que ella estalló en un nuevo orgasmo.

Luego le pedí que hiciera realidad una de mis fantasías:

– Quiero hacértelo en la bañera, los dos sumergidos en el agua templada.

Y su cara me indicó que, esta vez, no iba a negarme nada.

Hicimos el amor suavemente, dentro del agua perfumada. Y nuevamente nos estremecimos henchidos de placer cuando noté las contracciones de sus caderas, anunciando su inminente culminación, y eyaculé dentro de su vientre.

Luego, estuve enjabonándola con la esponja durante largo rato. Para mi sorpresa, y a pesar de que insistí varias veces sobre él, el condenado lunar que me traía a mal traer no perdió nada de su color. Supuse que había utilizado un maquillaje resistente al agua.

Como mi falo no había recuperado aún su horizontalidad, estuve acariciando largo rato su vulva con mis manos desnudas, metiendo finalmente dos dedos en el interior de su vagina, moviéndolos dentro y fuera mientras mi dedo pulgar acariciaba suavemente su clítoris, hasta que, abrazándose a mí compulsivamente, entre excitados jadeos, alcanzó nuevamente el clímax.

Luego en mi cama, acariciándonos amorosamente, acabamos por quedarnos dormidos estrechamente abrazados.

Mi último pensamiento consciente, curiosamente, fue para el extraño lunar pintado en su pecho…

El siguiente martes, parado frente a mi ventana desde la que divisaba el jardín de mi casa, recordé el fin de semana pasado con Celia.

Estuvimos desnudos la mayor parte del tiempo, sin salir para nada al exterior. Pasamos horas jugando o nadando en mi piscina cubierta para, después de secarnos, hacer el amor interminablemente sobre mi cama.

Ella había permitido que nos ducháramos juntos, acariciando con las manos enjabonadas cada uno el cuerpo del otro.

Y habíamos vuelto a hacer el amor. Y su cuerpo dormido junto al mío, me llenaba de una ternura desconocida.

Con un suspiro, volví a mi ordenador, en el que estaba trabajando. Había tenido la intención de proponerle que nos volviéramos a ver hoy, pero me había llamado un cliente, convocándome a una cena de trabajo, por lo que tendría que esperar al menos hasta el día siguiente.

No me podía concentrar en nada. Mis pensamientos estaban en otra parte. Así es que decidí adelantar mi viaje a la ciudad, y aprovechar para comprar comestibles en unos grandes almacenes, cerca del restaurante de la cita.

Tenía el carro de la compra casi lleno. Estaba leyendo la etiqueta de unas conservas cuando, al levantar la vista, vi a Celia que entraba en el pasillo en el que me encontraba.

Todavía no había reparado en mi presencia. Cuando estaba ya muy cerca, de pronto, me miró. Su cara se convirtió en el colmo de la sorpresa, y enrojeció hasta la raíz del cabello. Me acerqué a ella.

– ¡Estoy encantado de ésta casualidad! Me moría de ganas por verte -le dije atropelladamente-. Tengo una cena con un cliente, pero aún podemos tomar un café juntos.

Y la abracé, buscando su boca con la mía. Ella continuó en la misma postura, los brazos caídos a los lados, denotando en su cara una intensa turbación. Finalmente, me aparté, desconcertado por su actitud.

– ¿Qué te pasa? Parece como si no te alegraras de verme…

– Yo… Estoy muy contenta de haberte encontrado, pero es que -tartamudeó, mientras su cara se volvía, como esperando a alguien-.

Como un mazazo, me asaltó la seguridad de que Celia estaba acompañada por otro hombre. Y, seguramente por eso, no hacía más que mirar con ojos espantados hacia atrás. Me aparté:

– ¿Has venido con alguien? -y no pude evitar la frialdad de mi voz-.

– No. Bueno sí. Verás, tengo que explicarte…

Pero no hizo falta que me explicara nada. A su espalda pude ver a Celia, que doblaba la esquina, y se dirigía hacia nosotros.

Ahora fui yo el que abrió la boca en el colmo del estupor. ¿Cómo que Celia? Yo ya estaba con Celia.

Mi mirada fue de una a la otra, sin poder distinguir ninguna diferencia en sus facciones, en sus cabellos, ni entre sus vestidos idénticos, salvo un detalle de color, rojo en la Celia que estaba frente a mí, blanco en la Celia que se acercaba a nosotros.

Esta, finalmente, advirtió nuestra presencia. La sonrisa que formaban sus labios se convirtió en un gesto serio. Se aproximó:

– Veo que ya has conocido a mi hermana gemela. Creo que debemos hablar. Vamos a la cafetería.

Abandoné el carro, y las seguí, dos preciosos culitos idénticos moviéndose al ritmo del balanceo de sus hermosas caderas. Una vez sentados en una mesa apartada, pedimos unos cafés, y me quedé mirándolas alternativamente.

Ahora sí podía percibir ligeras diferencias en sus rostros. Los labios de una eran un poco más carnosos que los de la otra. La nariz de la Celia de la izquierda, ligeramente más respingona que la de la derecha. Y las cejas tenían un trazado algo distinto.

Pero seguía totalmente confundido. ¿Quién demonios de las dos era Celia? Debí preguntarlo en voz alta, porque la Celia del adorno blanco, me respondió:

– Yo soy Celia. Esta es mi hermana Dulce. Pero… -dudó unos instantes-. Las dos hemos sido Celia para ti en distintos momentos. Estamos muy unidas, y lo compartimos todo…

Mi confusión subió al infinito.

– Entonces, yo… las dos… ¿Queréis decir que he hecho el amor con ambas?

Había otra diferencia. Dulce enrojeció visiblemente. Y ahora ya no me cupo ninguna duda. La Celia que me hizo dudar sobre su cariño por mí, era en realidad Dulce, que estaba conmigo por primera vez. Y el jodido lunar… Una de las dos se lo pintaba, para no distinguirse de su hermana cuando estaba desnuda. Me sentí utilizado.

– Pero, ¿cómo habéis podido?…

– Lamento que hayas tenido que enterarte así. Yo… quise presentarte a mi hermana al principio, pero no hubo ocasión.

No tenemos ningún secreto, así es que yo le contaba todo sobre ti. Y ella se excitaba con el relato de nuestros encuentros, y llegó a desearte, aún sin conocerte.

– Cuando tuve que ir al curso -prosiguió- empezamos a fantasear con la posibilidad de que Celia ocupara entretanto mi puesto, y se acostara contigo. A mí me daba mucho morbo la idea, así es que, en lugar de disuadirla, acabé incitándola.

Me volví hacia Dulce.

– Y, ¿qué te pareció el polvo? ¿Te gustó? -pregunté vengativamente-.

Ella seguía con los ojos bajos.

– Estuve muy “cortada”. La situación me excitaba tanto como a Celia, pero tenía miedo de que notaras la diferencia. Y, si quieres saberlo -terminó en voz muy baja- disfruté intensamente.

– Y ahora, ¿qué hacemos? -pregunté, mirándolas sucesivamente-. Sigo saliendo contigo, o una vez con una y la siguiente con otra, o…

Estuve a punto de decir, en mi enfado, “os dejo a ambas”. Me interrumpí. Había tenido una idea. Y me lo debían, después haber jugado conmigo de esa manera.

– Como reparación por vuestro engaño, quiero teneros a las dos a la vez. El viernes, en mi casa.

Desnudas sobre mi cama, después de degustar dos preciosos coños, prácticamente idénticos, y de penetrarlas a ambas sucesivamente, estuve tendido entre ellas un rato, acariciando suavemente los pechos de las dos chicas, mientras la mano de una de ellas agarraba mi pene, y la de la otra masajeaba suavemente mis testículos.

Sin ropa, sólo el lunar de Celia me permitía distinguirla de su hermana. ¿O era al revés?

No tenía ni idea de a donde me conduciría esta extraña relación con las gemelas. De momento, estaba dispuesto a disfrutar al límite de aquella morbosa situación. Noté el principio de una nueva erección. Me incorporé:

– Dulce, preciosa, quiero hacerlo otra vez contigo.

Me había confundido. Celia, sonriente, me empujó hacia su hermana. ¿O era al contrario? Daba igual.

Inserté mi verga en su húmeda vagina, y empecé a moverme sobre una de mis dos Celias con suaves embestidas…

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