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Ahh, lujuria! III: 4. final previsible

Me quedé profundamente dormida y soñé.

Soñé que estaba en una cabaña entre montañas nevadas, tendida en una cama, plácidamente dormida y que la cama vibraba, se movía casi imperceptiblemente, y continuaba moviéndose, un lento sube y baja, ondulante y…, y…., no, no estoy soñando, la cama se está moviendo / sin moverme de la posición en que estaba presté atención y supe

Así, mi amor, así, muy bien mi amor, así, susurraba mi amante; mamá gemía quedamente, con placer.

Los dejé hacer pero, claro, sabía que no iba a poder contenerme por mucho tiempo así que, un par de minutos después medio me incorporé y abracé desde atrás a Alberto, prodigándole besitos en los hombros mientras me asomaba a mirar por sobre él.

Alberto giró la cabeza y me ofreció su boca, que tomé por unos instantes.

Luego, al separarnos, observé: mi amante recostado casi de costado, abrazando por detrás a madre, y madre pegando su espalda y algo más al cuerpo de Alberto, el brazo de abajo de Alberto por debajo del cuerpo de mi madre, envolviéndola, sugiriéndole caricias y pellizcos en sus senos, el otro brazo de Alberto, el más libre, estirado hacia abajo y sosteniendo levantada y abierta la pierna más libre de mamá, el pubis de mamá ofrecido, la pelambre de mamá y más abajo desde la posición en que yo estaba mi vista ya no alcanzaba.

Me incorporé más saludando a ambos con un “hola, palomitos, con ganas otra vez?” a lo que mamá respondió girando su cara hacia mí con una sonrisa y gimiendo. Alberto había hundido toda su herramienta en el interior de la raja de mamá y allí se movía apenas, entrando y saliendo apenas sólo un par de centímetros, apenas visible la base del tallo y por debajo, sus cojones pendulando al mismo lento ritmo.

Por supuesto que me volví a humedecer pero…, consideré y levantándome silenciosa y lentamente tratando de no distraerlos, los dejé a solas. Desde la cocina y mientras me preparaba un café instantáneo escuchaba los jadeos cada vez más guturales de mamá y los estímulos de Tali. Ma desfalleció en un orgasmo y luego me asomé, presintiendo: efectivamente, Tali seguía y seguía, con control total de la situación, buscando más y mejor placer para su nueva amante.

Vi cuando se incorporó, su vara rígida, y también vi la avidez en el rostro de mamá, que en su necesidad se dejó llevar dócilmente a la nueva posición que Alberto buscaba. Quedaron ambos de espaldas a mí casi al centro de la cama. Alberto el más cercano, ofreciéndome sus espaldas y supe que la seguía macerando desde atrás, sin prisa ni pausa. Vi que tomaba el almohadón y lo cruzaba por delante de mamá y también vi cuando con el peso y la fuerza de su cuerpo la forzaba a caer hacia delante. Lo vi retroceder. Vi cuando retrocedía más y hundía su cara entre los muslos de mamá, desde atrás. Bajé mi mano y lentamente comencé a disfrutar de mí misma.

Ma se contorsionaba y gritó otro orgasmo; el siguió, impávido, dedicado a su tarea. Yo también. Mamá también. No Alberto, no, eso no, así no, Alberto, por favor, comenzó a rezar mamá. No pude y, en silencio, me acerqué, me arrodillé al borde de la cama, abracé con ternura los hombros de mamá y acerqué mi cara a la de ella. Disfruta, mamá, le susurré cuando nuestras miradas se cruzaron; por el rabillo del ojo vi que Tali se levantaba, lo vi tomarse el miembro y acercarlo y deslizarlo una y otra vez por sobre los glúteos de mamá, de a momentos en las lunas, de a momentos siguiendo el curso del canal que las separa y que también las une.

Hubo un movimiento brusco de Alberto y más levantó aún más su cola: el capullo estimuló la entrada de la vagina y luego, lo subió y estimuló en el otro lugar, en la otra entrada. Aún arrodillada como estaba me desplacé, puse mis manos una a cada lado y abrí la cola de mamá. Escuchaba sus rezos cada vez más fuertes. La cereza de Tali apenas se apoyó en la puertilla y allí quedó. Hazlo de una vez, le rogué, con desesperación; no hija, no, jadeaba mamá con ¿resignación? Hazlo mamá, hazlo que es hermoso, mamá, rogué. Tengo miedo (dijo mamá). Vos solita, Diana, vos solita vení a mí (dijo Tali). Me va a doler (dijo mamá). Haz lo que él te dice, mamá, hazlo ya. Hasta donde puedas, hasta donde quieras, vamos, vení (gritó Alberto).

Alberto presionaba sin entrar, sin forzar; una de sus manos envolvía a mamá por debajo manteniendo la presión y el estímulo, seguramente pulsando en el botón; sabía perfectamente lo que hacía y cómo tenía que hacerlo ya que, efectivamente, mamá se movió hacia atrás; al principio apenas medio milímetro, luego un poco más y un poco más y un poco más, probando, experimentando; un siglo tardó el glande en conocer la entrada de ese recto y de pronto, sorpresivamente y con vehemencia, mamá empujó venciéndose a sí misma y a su propio esfínter y Tali también empujó cruzando la valla y – en un instante que he grabado para siempre en mi retina – mamá envolvió íntegra con sus pliegues más prohibidos la vara de mi amante.

Como impulsada por un resorte me dejé caer hacia atrás, sentada en el suelo alfombrado del dormitorio, la espalda apoyada a la pared, mis piernas obscenamente abiertas y, con desesperación, me masturbé; no sé cuántos orgasmos más tuvo mamá, no sé si fue un único orgasmo que duró todo el tiempo que Alberto se tomó para sí o sí fueron diez mil una tras otro. No sé tampoco cuántos me tomé yo; cerré todas mis compuertas excepto una, escuché sin escuchar ni retener frases y palabras que sólo pueden decirse en el sin control, y concentré todos mis sentidos en la única compuerta de mí que había decidido mantener abierta: mi concha. Alberto escardó y escardó lo que quiso y cuanto quiso hasta que, con un bufido gutural se desplomó sobre las espaldas de mamá y allí quedó, resoplando, largo rato.

Abrí mis ojos, miré entre mis piernas y vi la alfombra, manchada, bebiéndose mis fluidos. Los cerré nuevamente y descansé; los volví a abrir cuando, bastante después en tiempo, escuché a mamá: no me podrías haber perdonado por hoy? Justamente, porque te perdoné, te bauticé, contestó Alberto, incorporándose con gracia felina, desacoplando su pene que, en su flacidez, exhibía aún restos babeantes de semen.

Mamá dio vuelta su rostro para mirarme, en sus ojos reconocí ese brillo y supe que ella había empezado a comprender realmente el sentido cabal de la lujuria, esa bendita palabreja.

Final. Final feliz para todos. Final previsible.

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