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Carolina y yo III: su cornudo sumiso

Carolina y yo III: su cornudo sumiso

A partir de entonces Carolina me metía en culo unas bolas unidas con un hilo para que cuando saliera a la calle las sintiera en todo momento y pudiera así sentirme cornudo a cada instante del día.

Y cuando volvía a nuestro dulce hogar me obligaba también a ir desnudo por la casa vestido sólo con sus braguitas tanga transparentes que ella se quitaba y me ponía a mí, y así debía salir a abrir la puerta cuando llegaba su macho para follarla.

El me saludaba muy respetuoso, muy amable, me daba los buenos días y se iba a buscarla.

Supongo que en el fondo me respetaba a su manera al ver como yo gozaba viendo como se follaba a mi querida mujer, porque eso a él le daba mucho respeto, lo entendía como una entrega por amor, y como un caballero me trataba también como tal.

Nunca tuvo malos modos conmigo, al revés.

Porque a mí lo que me volvía loco era que me humillara ella, la mujer que tanto quería a la que se lo había dado todo y a la que me había entregado en cuerpo y alma para ser suyo, a perpetuidad, para dárselo todo, para que me poseyera en canal e hiciera conmigo lo que se le antojase. Yo era suyo y como tal gozaba mucho cuando la veía a ella gozar. Y así se lo decía:

– Te amo, Carolina, con toda mi alma y jamás podré olvidarte porque me has llevado con tiento, clase, sabiduría, elegancia y saber estar, a unas cotas de sumisión a las que jamás creía que podría llegar. Te suplico por tanto que sigas domándome a tu gusto para que pueda seguir sirviéndote todavía más. Te amo hasta el infinito y quisiera ser tu doncella privada para servirte en la intimidad, bañarte, depilarte, cuidar tu piel, tu pelo, tus ropas interiores más delicadas, porque para mí serán objetos sagrados que han tocado tu piel y para mí es un orgullo inusitado arreglarte para que estés guapa para gustarle más a tus machos.

Otras veces era ella la que me demostraba cuánto me amaba y respetaba al obligarme a hacerle al asiento de una silla de playa, un agujero en el que cupiera mi cabeza.

Entonces, cuando ya lo había hecho, ella me decía que me metiera debajo de la silla, que apoyara mi cabeza sobre un cojín y sacara la cara por el agujero y ella se sentaba en él, sobre mi cara y me ofrecía así su hermoso coño y culo para que desde abajo se lo lamiera y lamiera.

Y yo metía mi lengua en el agujero de su culo lo lamía con devoción, lo rodeaba con la punta, la volvía a meter y meter, hasta que notaba por el olor de su sexo que andaba excita. Y ella entonces colocaba sus desnudos pies sobre mi polla, los apoyaba sobre ella, los movía y me acariciaba con ellos, masturbándome lentamente.

Y así pasábamos horas mientras ella veía la televisión, leía algún libro o llamaba a su macho para saber si venía a follarla.

Y yo sin poder correrme porque sus caricias con los pies en mis pollas me excitaban mucho sí, pero no llegaban a tanto como para que pudiera tener un orgasmo que, además, ella me había prohibido.

– Yo puedo esperar –le comentaba a su macho por teléfono mientras seguía acariciando mi polla con sus pies-, pero es que el cornudo no aguanta, está loco porque lo haga cornudo y si no mira como me lo suplica.

Y entonces bajaba el auricular del aparato y me lo colocaba junto a mi boca, mientras seguía acariciando mi polla con sus pies.

– Sí Carolina -le decía yo al teléfono-, te suplico que me pongas la cuernos y que no me consideres digno de follar contigo, que me recuerdes constantemente que necesitas un verdadero macho para gozar, una verdadera polla, un verdadero hombre, y que yo no soy más que su sumiso marido que te calienta con mi lengua en tu coño y culo, para que una vez que estés excitada, jugosa y caliente, pueda venir tu amante a follarte con total libertad. Que solo soy un cornudo y sumiso siempre atento a servirte para tu placer, a costa del mío, porque yo no tengo derecho a nada, sólo a sentirme cornudo. Que me recuerdes constantemente que mi lugar de por vida es el de marido cornudo, consentidor, feliz de serlo, y tan masoquista que le gusta humillarse ante ti suplicándote, por favor, que tengas a bien ponerle los cuernos y que cada segundo del día lo hagas más cornudo.

– Ahora suplícale a él que venga a hacerte cornudo –me decía ella.

– Sí, te suplico que vengas a hacerme cornudo, a follarte a mi mujer, a que la dejes agotada de follarla y follarla, porque yo soy feliz viéndote follar con ella, y al ver cómo la tratas como una hembra que se merece un macho de verdad. Ven, por favor, a follar con ella, a hacerme cornudo, te lo suplico.

Y ella le decía a su macho que ya lo había oído y que viniera. Y él venía, claro, pero antes nos presentaba, aunque ya nos conociéramos mucho.

– Aquí mi hombre –decía, señalándome a mí.

– Aquí mi macho –añadía señalándolo a él.

Porque era verdad, porque yo era su marido, su hombre, pero él era su macho, su amante.

Pero en aquella ocasión cuando estuvimos los tres en nuestra habitación de matrimonio, le dijo a él que esperara y entonces ella me echó a mí sobre la cama, se colocó a cuatro patas sobre mí, bamboleando sus tetas sobre mi cara y sacó y movió su hermoso culo para ofrecérselo a él, a su macho, para que le follara el coño por detrás, a cuatro patas.

– Fóllame fuerte, mi hombre, fóllame fuerte, mátame con las embestidas de tu polla de macho para que el cornudo sienta los vaivenes que das al follarme y con cada penetración vea en mi cara la fuerza con la que me follas y sienta mis tetas al balancearse sobre su cara.

Y yo allí abajo, viéndola a ella encima de mí con sus tetas bamboleantes sobre mi cara, con sus pezones duros, mientras su macho se la follaba, comprendo mi verdadera situación como cornudo sumiso, porque mientras que el otro la penetraba y follaba, ella bajaba su cabeza a mi cara y me besaba en los labios con una ternura infinita y se quedaba con su mejilla pegada a mi mejilla para que oyera bien nítido en mi oído, sus gemidos de placer al gozar con su macho.

Y una vez que su amante parecía que se iba a correr, se la sacaba a él, se volvía, se arrodillaba frente a su polla, se la cogía con las manos, se la chupaba una y otra vez, se la restregaba por la cara, por los labios y le pedía que se corriera sobre ella, sobre su cara.

– Córrete sobre mi cara, macho mío, que el cornudo pueda ver cómo se comporta un hombre de verdad ante una hembra como yo, que me rindo al macho, me someto porque me impone su hombría y su polla, y me siento llena de su leche por toda mi cara, de la esencia del poder de su polla.

Porque la única vez que la penetro es cuando su macho habitual no está disponible, porque está de viaje y ella se encuentra muy cansada para salir a ligar por ahí, y entonces me sienta en una silla con mi polla dura, levanta la pierna, se la coloca y se clava de golpe, quedándose allí cara a mí pero quieta, sentada sobre mis muslos, penetrada pero sin moverse.

Con sus tetas pegadas a mi pecho, pero quieta.

Y entonces comienza a abrir y cerrar los labios de su vulva, abriendo y cerrando su coño, apretando y soltando, y provocándose así el placer de la caricia pero impidiéndome a mí gozar, torturándome, porque me falta el habitual sube y baja que acaricie mi polla, ya que ella se queda quieta, sin moverse de arriba abajo, pero apretando y cerrando, abriendo y cerrando sobre mi polla y dándose así gusto, aunque yo no pueda tenerlo.

Hasta que se corre y se queda sobre mi exhausta, sudorosa.

– Por favor sube y baja para que sienta la caricia al salir y entrar –le suelo suplicar.

– No cornudo, tú no puedes gozar, no tienes derecho, sólo yo puedo hacerlo porque tu placer es ser cornudo, sentirte cornudo, y si permito que te corras dejarás de amarme

Y tiene razón, la comprendo, pero el otro día que me dio a leer unos relatos de un tal AKI que también escribe sobre sus cuernos, sentí celos por primera vez en mi vida, pero no de su posible amante, de su macho, sino de otro cornudo; porque a mí lo que me da miedo no es perderla por un macho que la vuelva loca al follarla, sino por un cornudo que sea mejor cornudo que yo, que la haga más feliz que yo al entregarse todavía más a ella.

Eso me da pánico y cuando me los dio a leer corrí a esconderme para llorar, porque me sentía muy desgraciado.

Pero ella vino detrás de mí, me dijo que me quería, que no me abandonaría por otro cornudo mejor, por ahora, y me confesó sus proyectos para conmigo.

– Esta noche me imagine follando con 2 sementales negros mientras tú permanecías atado de rodillas en la cocina, con el cinturón de castidad puesto y con un enorme consolador negro metido en el culo que no paraba de vibrar, mientras oías a lo lejos mis jadeos y, de vez en cuando, yo venía y hacía que me lamieras la leche de esos sementales mientras trasteaba en tu cinturón y te comentaba la jugada. “Menudos cuernos que te estoy poniendo cornudo, límpiame bien porque aun estoy caliente para seguir haciéndote cornudo”. Y me iba aunque al rato venia y te soltaba el cinturón y te ridiculizaba frente a los negros llevándote a la habitación y haciendo que menearas tu erecta polla en círculos a modo de baile, mientras increpaba sobre tu tamaño ridículo de pene frente a mis dos machos. He pensado que estaría bien pegar las fotos de las pollas que te hagan cornudo en un álbum, como ya he leído por ahí que hacen otros, mientras que tu solo tendrías el honor de presidir ese álbum con una foto de tu polla sí, pero flácida, para humillarte así más y obligarte delante de mis amigas a comentar cada detalle de cada foto, de cada cuerno que se refleja en ella, mientras permaneces desnudo con tu cinturón puesto y con un delantal que deja expuesto peligrosamente tu ano a mis amigas.

– Y al oírla me eché a llorar

– Por qué lloras –me preguntó mientras cogía mi cara con sus dos manos y lamía mis lágrimas.

– De felicidad –le contesté.

Continúa la serie << Carolina y yo II: su cornudo sumiso Carolina y yo: su cornudo sumiso IV >>

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